Iniciativa ALECAR

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Si Stephen King y Peter Straub lo hicieron, nosotros también.

miércoles, 21 de abril de 2010

8 - El harapiento


Parado sobre el puente, erguido sobre Haizun observo la luz que sale por debajo de la puerta de la posada de Molly. Me tomo un respiro antes de decidirme a entrar mientras enciendo de nuevo mi pipa rebosante de hierba. Un cojeante haraposo se acerca y me implora una limosna. Aunque ni siquiera le dirijo la mirada el haraposo insiste con su mano extendida y hace ademán de tocar el morro a Haizun, que con un resoplido se levanta sobre sus cuartos traseros. El haraposo echa un paso atrás mirando fijamente a los ojos del solemne corcel, que al volver con sus patas al suelo acerca su hocico al miserable mugriento. Como un rayo sale despavorido tropezando en el empedrado a la vez que grita ¡maldito caballo del diablo!

Lejos de sentir lástima siento que la ira se apodera de mi. Con un golpe de talones Haizun arranca imprimiendo toda la fuerza de sus músculos sobre el empedrado, lanzado hacia el mendigo que nos maldice. Puedo oler el miedo del harapiento al ver que un ariete de más de 1500 libras de peso se cierne sobre su deformado cuerpo. Intenta apartarse de la trayectoria del caballo, pero en el último momento Haizun corrige su carrera, asestando un golpe seco sobre el cuerpo de tan miserable existencia. El harapiento vuela mientras sus costillas crujen y, como un pelele, rueda por el borde del río hasta caer boca abajo en las gélidas aguas.

Me siento pletórico, invencible, poderoso. Algo me ha transformado, pues no siento remordimientos ni culpa. – Lo tenía merecido, susurro a Haizun mientras acaricio su cuello. – Nadie le echará en falta.

Con paso lento, cobijado en a niebla y terminando mi pipa me dirijo a la puerta de entrada de la taberna. Desmonto y estiro mi traje de seda, dejando salir los puños bordados de mi camisa tejida de tul blanco. Haizun desparece en la niebla encaminándose al prado al otro lado del río. No me preocupa, pues el corcel sabrá cuando le espero para mi regreso.

Es el momento de entrar. A pesar de ser un hombre tranquilo, un ratón de biblioteca, no siento nervios ni temor. Sé que la taberna durante la noche es un nido de alimañas, pero me siento protegido, inmortal. Tres golpes de aldaba anuncian mi presencia. Sin casi esperar la puerta se abre ante mí. Una imponente dama de impresionante melena roja me recibe con una sonrisa, que le devuelvo mientras observo sus rebosantes senos embutidos en el corsé.

- Bienvenido a la casa de Molly.
- Gracias. Me alojaré esta noche, si es posible.
- Adelante, póngase cómodo mientras le preparan la estancia.
- Perfecto. Tomaré vino mientras tanto.

La mujer desparece por el pasillo que se sitúa a la izquierda de la entrada. Es angosto y oscuro, solamente iluminado por la luz que se cuela desde el hall. Me fijo en las caderas de la mujer mientras se pierde en la oscuridad cuando una mano se planta sobre mi hombro. Normalmente me hubiera sobresaltado, pero estaba tan absorto en esas caderas que podrían haberme pinchado sin notar nada.

Al girar la cabeza veo ante mí el rostro del mendigo harapiento, que extiende su mano frente a mi cara mientras me sujeta por el hombro. Sus ojos están inyectados en sangre y balbucea palabras ininteligibles que parecen reverberar en mi cabeza como si de una gruta se tratara. Instintivamente echo mano a mi cuchillo de 9 pulgadas. En ese momento escucho de nuevo a la mujer.

– Señor, su llave y su copa de vino. Tome sitio y disfrute de la noche.

La mujer se fija en mi mano, que sostiene el afilado cuchillo. De repente el harapiento ha desaparecido sin dejar rastro, se ha esfumado.
Guardo el arma, cojo la llave y la copa de vino, que bebo de un sólo trago. Me dirijo al final de la sala, donde hay un pequeño espacio adornado con alfombras y cojines. Sólo está ocupado por una jovenzuela de ojos verdes gigantes acompañada de un fornido hombre que sostiene una narguila humeante. Opio, pienso y tomo asiento para esperar a que me sirvan más vino. Mientras espero vuelvo a prepararme una pipa de hierba y aprovecho para escribir un verso.

Opio, que transformas la esencia
del hombre más tranquilo.
Colgando dejas de un hilo
la razón y la existencia.
El poder de tu influencia
toma mi mente con sigilo
y en tu orbe das asilo
dejando “el todo” en ausencia

Ahora en tu blanco abismo
me hundo sin preparativo,
condenado al ostracismo.
Viaje que es bautismo
en otro plano sensitivo
de abrumante acromatismo.