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martes, 13 de abril de 2010

3 - La Colina del silencio

Salí de mi ensimismamiento y con buen apetito vacié la fuente de exquisitos panecillos dulces que todas las mañanas Adelia manda subir desde el pueblo.

Sólo Roger, que es el panadero del pueblo y algunos parroquianos más vienen al caserón. En realidad lo hacen por necesidad, la gran extensión del terreno y los cuidados que requiere el edificio mantienen ocupada a una cuadrilla de no menos de cuatro personas cada día. La mayor parte de los vecinos, si pueden, evitan entrar en la propiedad y los que entran no dejan que el ocaso les sorprenda tras la verja que bordea el bosquecillo de la finca.

Es curioso cómo se ven las cosas después de un desayuno generoso. Aunque con el cansancio de mil noches en vela, me siento reconfortado y dejo que Adelia se haga cargo de la mesa. Saludo de nuevo a los cuadros del pasillo que me devuelven el silencio de sus miradas perdidas. Franqueo el portalón de la casa y me recibe una hermosa primavera.

Ya en las caballerizas preparo mi caballo. Un hermoso animal árabe de cinco años, aunque sólo lleva tres en la casa. Conserva algo de ese carácter salvaje que da el desierto y sólo permite que yo lo monte. Cabalgando junto a un pequeño estanque donde las carpas juegan entre nenúfares blancos saludo a un grupo de vecinos que ha venido a reparar los parterres que lo adornan.

Me devuelven el saludo con mezcla de temor y respeto. Normalmente tratan con Adelia pues entregado como estoy a la lectura de los secretos familiares me ven como a uno más de los fantasmas que habitan la casa. Ya imagino sus conversaciones en el bar de Molly, el pub donde algunos vecinos celebran la segunda parte de la misa dominical.

Dirijo los pasos del caballo hacia la Colina del silencio. Un alto desde donde se dominan los prados que con sus pastos tapizan de verde los alrededores del pueblo. No sorprende que este lugar muestre un aspecto de abandono. Fruto de las historias que se cuentan el bar de Molly, este lugar aterra a los vecinos. Nadie excepto yo se atreve a poner el pie en este lugar, ni siquiera Adelia sube a la Colina del silencio.

En la cima, a la sombra de un alcornoque centenario que siempre ha acompañado a los míos en sus despedidas, se encuentra el panteón familiar. Los herrumbrosos barrotes que sellan la portezuela están asegurados por un cerrojo de cuya llave sólo existe una copia. La llevo colgada sobre mi pecho atada con una cadenilla de plata. El panteón es una pequeña edificación de piedra adornada con bajorrelieves inspirados en los delirios que guiaron el pincel de El Bosco. Se adentra en la tierra guardando los cuerpos de aquellos que protagonizaron las historias que me ocupan noche tras noche.

Sembrado de lápidas, la mayoría vencidas por años de abandono, se encuentra el prado que rodea el panteón. Siempre que vengo a este lugar un escalofrío que me sube por la espalda trata de paralizarme mientras desmonto y recorro el camino que, entre las tumbas, me lleva a la entrada.

...Carbonilla

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